Cuanto más se despeja la Gran Vía, más difícil es poner un pie en las calas menorquinas Macarella y Macaralleta. Pocos lugares despiertan la atención de los sentidos, el deseo, el erotismo y la evasión como las playas: idílicas, poéticas, carne de postal o símbolo del turismo de masas.
En su ensayo Le territoire du vide, Alain Corbin sostenía que fue entre 1750 y 1840 cuando la playa pasó a formar parte de la fantasmagoría de la periferia oponiéndose a la patología urbana. Basta observar cuadros de Boudin en el museo de Orsay para hacernos una idea de cómo ha cambiado la manera de considerarla. En aquellas escenas costumbristas sus habitantes aparecen vestidos, charlando bajo un cielo gris más presente que el mar. Boudin fue uno de los primeros paisajistas en captar ese ocio que ocupaba la arena en los bordes de Honfleur o Deauville. Si hoy nos acercamos a cualquier playa de esa Normandía, veremos que las conversaciones de aquella burguesía han dado paso a una arena punteada de toallas desde las que apenas llega el eco alegre del bebé que goza cuando la espuma le atrapa los pies. Bañarse, jugar a vóley, hacer volar cometas, saltar olas o broncearse… Pintores contemporáneos como Alex Katz o David Hockney han dado cuenta como pocos del élan playero.
El escritor Grégory Le Floch, en su fascinante ensayo Éloge de la plage (Rivages), incide en cómo hemos pasado de mantener una relación vertical (en el XIX) a una relación horizontal (en el XX), cómo las playas han dejado de ser como salones de té a erigirse como habitaciones contemplativas con vistas generosas.
Fue en Brighton, dice, donde a mitad del siglo XVIII abrió la primera maison de santé balnearia cerca de la playa bajo la revolucionaria idea de que los baños resultaban terapéuticos. Antes, las costas resultaban repulsivas, arriesgadas, territorio donde los pescadores se jugaban la vida, reductos de peligrosidad y enfermedades. O simples encrucijadas de significados donde brillaban de vez en cuando las luces de los faros. Después, en cuanto la playa se volvió una moda, los ayuntamientos (sobre todo en la Normandía) añadieron a la nomenclatura el hoy tan reputado apelativo “sur Mer” para que quedara claro que estaban al lado del mar.
Fue en Brighton donde, a mitad del siglo XVIII, abrió la primera ‘maison de santé’ balnearia cerca de la playa bajo la revolucionaria idea de que los baños resultaban terapéuticos
La literatura, desde Homero hasta nuestro José Carlos Llop (que acaba de publicar el maravilloso Si una mañana de verano, un viajero, en Alfaguara) pasando por los románticos como Byron o Chateaubriand, ha estado siempre fascinada por el mar. Le Floch pone el foco en Paul Morand como un autor pionero en elevar el amor por la playa hasta convertirla en el decorado de sus novelas. Desde distintas playas de Francia y de Sicilia recuerda a autoras (Agnès Derail-Imbert) y autores (Cesare Pavese, Henry David Thoreau) que han evocado sus misterios. Le Floch propone que dejemos de asociar a Proust con las magdalenas y lo hagamos con las playas porque estas lo representan mejor, sobre todo Cabourg, convertida en Balbec, decorado crucial en novelas como A la sombra de las muchachas en flor y Del lado de Guermantes. Es ahí donde el narrador comienza a amar a un grupo de chicas que pasean por la arena con aire provocador. Visten con polos, sujetan bicicletas, pero la playa no es solo un teatro, es el agente perturbador que modifica cada uno de sus encuentros, la playa las dota de un poder de metamorfosis que actúa como catalizador del amor en el narrador.
Cabe recordar que cuando en 1878 se fundó el club náutico de Tarragona (primero en España) se le conocía como el club de los chiflados, pues nadie entre los pescadores de aquel puerto podía concebir que hubiera personas capaces de lanzarse al mar por diversión. La necesidad de playas lleva a inventarlas incluso en lugares imposibles. Las ciudades con río buscan donde sea arena que esparcir en sus orillas. En la isla de Taquile (donde la comunidad aún vive sujeta a códigos del imperio inca), en la parte peruana del lago Titicaca, encontramos la playa más alta del mundo, ¡a 4.000 metros de altura!, en la que no faltan viajeros que saludan al sol con los brazos en alto antes de entrar a purificarse en sus aguas heladas.
Las playas pueden ser un estado de ánimo o una invención humana. Las películas de Rohmer, la Sexual Freedom League que fundaron Jefferson Poliana y Leo Koch, el erotismo de Brigitte Bardot en Saint Tropez o las fotografías de Luigi Ghirri lo revelan. El poeta Blaise Cendrars logró tener una casa en la Costa Azul, iba tanta gente a tomar su cóctel favorito (vino blanco, limón y azúcar) que dijo: “Si cobrara cien francos a cada uno, ganaría más que con los libros”. En la maravillosa Vence vivieron Zelda y Scott Fitzegarld. Como contaba Giuseppe Scaraffia en La novela de la Costa azul, una noche después de cenar en la Colombe d’Or, el autor de El Gran Gatsby se acercó a una desconocida de una mesa vecina que resultó ser Isadora Duncan, y al muy insensato no se le ocurrió otra cosa que arrodillarse ante ella mostrándole su admiración para que ella lo acariciara. Zelda los miró impasible y al instante se dejó caer por las escaleras.
Las playas, en definitiva, invitan hoy a estirarse más que a quedarse en pie. Lo que es el borde del mundo durante el año, se convierte ahora en el corazón del paraíso estival.
Use Lahoz es escritor. Su última novela se titula Verso Suelto (Destino).
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