La estrategia de esgrimir el miedo contra el carácter radical y ultraconservador de su rival, Saeed Jalili, le ha funcionado al reformista de bajo perfil Masud Pezeshkian, que se ha impuesto en la segunda vuelta de las elecciones presidenciales de Irán, celebradas este viernes. Parte de una población empobrecida y exhausta por sucesivos ciclos de represión ha elegido a este cirujano cardíaco de 69 años con un 53,6% de los votos frente a Jalili, que obtuvo un 44,3%, según datos oficiales divulgados este sábado. El temor a Jalili, adalid de la línea dura del régimen, partidario de la imposición policial del velo y opuesto a cualquier acercamiento con Occidente, se considera también uno de los factores que ha propiciado un aumento de la participación, una de las principales preocupaciones de las autoridades iraníes respecto a estos comicios.
Si en la primera vuelta de las presidenciales, solo el 39,9% de los electores depositó su voto, en esta segunda ronda, lo ha hecho el 49,9%, casi 10 puntos más, un dato que rompe con la serie de récords de abstención encadenados en todas las citas electorales desde 2020 y que habían dejado patente el desapego de una mayoría de iraníes a un régimen que, en los últimos cinco años, ha desatado al menos dos grandes oleadas de represión. La última sucedió entre septiembre de 2022 y febrero de 2023, cuando al menos 550 personas murieron en las protestas provocadas por la muerte bajo custodia policial de una joven kurda, Yina Mahsa Amini, que había sido detenida por llevar mal colocado el velo obligatorio.
Pezeshkian se convierte así en el noveno presidente en la historia de la República Islámica de Irán, en sustitución del ultraconservador Ebrahim Raisí, fallecido en un accidente de helicóptero en mayo. Estas han sido las primeras presidenciales tras la muerte de esa joven kurda y de las protestas en las que, por primera vez de forma generalizada, los gritos en la calle pedían la caída del régimen con un lema: “Muerte al dictador”, en alusión al ayatolá Alí Jamenei. A este contexto de evidente desapego de una población empobrecida, que padece una inflación superior al 40%, se suma una situación regional explosiva. Por la guerra en Gaza, el enfrentamiento de Irán con Israel y su política exterior a través de aliados regionales como el partido milicia chií libanés Hezbolá o las milicias proiraníes en Irak.
A pesar de haber obtenido la mayoría de los votos, Pezeshkian no llega al cargo aupado por una enorme oleada de apoyo popular. Cuando su predecesor, el fallecido ultraconservador Raisí, fue elegido, se criticó su falta de legitimidad popular por haber sido votado por apenas 18 millones de iraníes, de un electorado de 61 millones y una población cercana a los 90 millones. Con una participación similar a la de aquellos comicios, el candidato reformista ha obtenido ahora aún menos votos: alrededor de 16 millones.
Tras conocerse su triunfo, el nuevo presidente ha lanzado un mensaje conciliador: “Extenderemos la mano de la amistad a todos. Somos gente de este país y debemos utilizar los esfuerzos de todos para el progreso de la nación”, declaró a la cadena oficialista Press TV. Horas más tarde, en un discurso que ofreció en el mausoleo del ayatolá Ruhollah Jomeini, el fundador de la República Islámica de Irán, prometió escuchar “las voces” de los iraníes. En ese lugar, renovó su “lealtad” a Jomeini.
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Nacido en 1954 en la ciudad de Mahabad, en la provincia noroccidental de Azerbaiyán Occidental, su padre era un iraní de origen turcomano y su madre era kurda. Durante la campaña, Pezeshkian ha tratado de arañar votos en estos grupos étnicos con los que tiene lazos y con la minoría azerí, la más numerosa del país. Su biografía es la de un leal al régimen, con posturas moderadamente críticas que ha desplegado en su carrera a la presidencia sin dejar al mismo tiempo de proclamar fidelidad al ayatolá Jamenei. A su favor ha jugado que no se le conozcan escándalos de corrupción y una reputación de hombre bueno. En 1993, perdió a su esposa y a uno de sus hijos en un accidente de tráfico. Nunca volvió a casarse y educó solo a sus otros tres hijos, dos niños y una niña.
Su figura era casi anónima a pesar de tener a sus espaldas una larga carrera como parlamentario, en la que no había despuntado. Representaba a Tabriz, la capital de su provincia natal, en el Parlamento iraní desde 2008 y fue ministro de Sanidad en el Gobierno de Mohamed Jatamí en la década de 2000. El apoyo del carismático expresidente, aún ampliamente respetado en Irán, y de otros pesos pesados del desprestigiado movimiento reformista del país, ha sido uno de los factores que le han ido haciendo ganar peso durante la campaña electoral.
En lo que parecía una declaración de intenciones, su principal asesor en esta campaña ha sido Mohammad Javad Zarif, el combativo exministro de Asuntos Exteriores de Irán que ayudó a lograr el acuerdo nuclear de 2015. En ese pacto entre Irán, Estados Unidos, Reino Unido, Francia, Rusia, China y Alemania, Teherán se comprometía a no desarrollar armas atómicas. A cambio, se preveía un levantamiento gradual de las sanciones internacionales que asfixiaban la economía iraní. Tres años después, el Gobierno de Donald Trump se retiró unilateralmente del acuerdo y restableció esas medidas de castigo.
No está claro que Pezeshkian pueda cumplir sus promesas de tratar de revivir ese pacto. El presidente de Irán tiene poco que decir sobre el programa nuclear del país ni sobre su política exterior. Quien decide es Jamenei y su camarilla. También el otro gran poder fáctico del país, el ejército paralelo de la Guardia Revolucionaria, un cuerpo cuyo cometido no es defender al país sino a su régimen, y que ha adquirido en las últimas décadas un control casi omnímodo de importantes sectores de la economía iraní y un gran peso en ciertas decisiones políticas. En muchas ocasiones, el presidente iraní es un mero ejecutor que solo influye en el tono, más moderado o más radical, con el que el régimen aplica sus leyes y políticas.
Un ejemplo es la cuestión del velo obligatorio. Bajo la férula de Jamenei, de las instituciones bajo su control y con un Parlamento en manos de los ultraconservadores, Pezeshkian tampoco podrá evitar la aprobación de leyes liberticidas como la llamada de la “castidad y el hiyab”, que aumenta las penas contra las mujeres que han prescindido del velo. El reformista dejó entrever en uno de sus mítines que probablemente tendrá las manos atadas en esa cuestión. Afirmó que acabaría con las brutales patrullas de la policía de la moralidad, que detienen a las mujeres sin pañuelo, pero solo si estaba en sus manos. Al votar en la primera vuelta, el 28 de junio, reafirmó su propósito pero prometiendo “respetar la ley del hiyab”, una declaración que apunta a que durante su mandato tratará de moderar las formas sin modificar la esencia, algo que de todas formas parece imposible visto el control casi omnímodo de las instituciones por parte de los ultraconservadores.
Su discurso respecto a las mujeres no parece ajeno al paternalismo con el que el régimen trata a las iraníes, a las que asegura querer proteger. Este político moderado no cree que sus conciudadanas se hayan quitado el hiyab como un ejercicio de libertad personal o un gesto de rechazo al régimen, sino porque no han sido bien educadas.
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