“Es un trabajo bonito. Requiere de mucha concentración. Somos las encargadas de hacer que las anchoas luzcan en una lata”. Así resume su trabajo María Ángeles Bellanco, bilbaína de 55 años. Lleva más de dos décadas dedicándose al oficio de sobadora, el que ejercen esas mujeres de manos finas, enfundadas en guantes, que limpian de espinas y barbas y dan forma a este delicado manjar. Desde hace casi cuatro años trabaja en el Grupo Consorcio, uno de los mayores elaboradores de anchoas del mundo, con sede en Santoña (Cantabria). “He trabajado de cara al público, y lo que me gusta es estar de cara a una anchoa”. Trabaja desde las 6:00 a las 14:00 horas por 1.000 euros netos al mes. Frente a ella se encuentra Mar Vilasanta, nacida en Ramales de la Victoria (Cantabria) hace 59 años, 24 de ellos en la firma. “Me enseñaron a sobarlas y no se me daba mal. Hay que tener mucha paciencia y cuidar bien las manos, es nuestra principal herramienta”. Defiende un oficio, que nació fruto de la necesidad, “los hombres iban al mar y las mujeres, a la conservera”, y la importancia de hacerlo visible, sobre todo para que haya relevo generacional. Reivindican el trabajo que hay dentro de una lata. “No se valora porque se desconoce lo laborioso que es. No calculamos el tiempo que empleamos con cada anchoa porque todas son diferentes”, dice, mientras manosea una y otra vez una hermosa pieza que irá a una lata premium. Todo se hace a mano, no puede haber atajos. ¿La anchoa perfecta? Existe. “Tiene que ser del Cantábrico, del año, con el lomo terso y de color rosáceo”, dice Vilasanta. El mar siempre como seña de identidad.
En la sala trabajan en diferentes turnos 12 sobadoras, también hay 42 mujeres encargadas de filetear las piezas. De la anchoa se aprovecha todo. Las que se rompen van a parar al formato de lata pequeña, y el resto va a un barril para harinas y pienso de animales. Van enlatando en función de los pedidos. Las joyas salen del mar Cantábrico. Aunque en la compañía también envasan anchoas procedentes de otros orígenes, como Argentina, Perú u otras zonas del Mediterráneo. Buena parte de esta mercancía va destinada a hacer marca blanca para otras empresas. El 59% se exporta a 48 países, como Reino Unido, Italia, Estados Unidos o Tailandia. “Somos el líder mundial en anchoas”, afirma Valeria Piaggio, vicepresidenta del Grupo Consorcio, que da empleo a más de un millar de personas, de las cuales un centenar se dedica a la anchoa, y cuya facturación en 2022 fue de 77,7 millones de euros.
La primavera y el comienzo del verano, de marzo a junio, es uno de los momentos más esperados en las lonjas del Cantábrico, sobre todo en el País Vasco y Cantabria, donde se celebra la llegada de los boquerones a las costas del norte de España. Es cuando este pescado alcanza su máximo esplendor en sabor y frescura. El bocarte entra en el Cantábrico por Gipuzkoa y sale por Galicia, por lo que la anchoa de retorno, la que julio y agosto, procede de esta comunidad autónoma. Está siendo una campaña irregular. “Todo lo que llega al puerto es bocarte pequeño, y nosotros necesitamos piezas grandes. Es un pescado que se mueve por corrientes y el cambio climático se nota”, advierte Aldo Brambilla, responsable de compra de anchoas del grupo Consorcio.
A media mañana van llegando los barcos —hay 160 faenando en estas aguas— al puerto de Santoña. Cada vez que suena la sirena, se anuncia la llegada de mercancía nueva. Expectación máxima en la lonja, Compradores y curiosos van fichando las cajas llenas de bocartes de un brillante plateado, compartiendo espacio con algún chicharrón y alguna aguja. El color atrae, pero lo importante es el tamaño, el gramaje: el número de peces que entran en un kilo. Entre 40 y 60 piezas se destina sobre todo al consumo en fresco. “Nosotros necesitamos de mayor tamaño, que entren 30 unidades por kilo, porque cuando lo metemos en salazón hay merma del producto”, explica Brambilla, que también se pronuncia sobre el precio. “El kilo de un gramaje de 30 unidades puede estar entre los cuatro y los seis euros, mientras que el año pasado lo comprabas por la mitad”. El laborioso y paciente proceso de elaboración, del paso de bocarte a anchoa, es lo que redunda en el precio final de la lata. No todas son iguales. La procedencia marca la diferencia: la peruana, por ejemplo, es la que se comercializa a un precio más bajo, y es la que se recomienda utilizar para pizzas o salsas.
El Grupo Consorcio tiene dos centros de trabajo, uno en Santoña y el otro en Colindres, el primer centro receptor de la compra. Cuando llega el producto fresco se mete en hielo, agua y sal. El siguiente paso es descabezar y limpiar de vísceras cada bocarte. Uno a uno. No hay tiempo que perder. Todo se hace a buen ritmo. Una vez limpios, se van colocando en forma de corona, perfectamente ordenados y cubiertos por capas con sal, hasta llegar a lo más alto de los barriles, cuyo contenido será prensado para que el pescado se deshidrate, expulse toda el agua y se empape de sal. “En ocho horas se pueden limpiar cerca de 12.000 kilos, la cantidad que puede pescar un barco”, detalla Fernando Prada, técnico de salazón en la firma.
Después de este proceso, el frenesí —en temporada de costera llenan unos 1.500 barriles— desciende. Porque para que se produzca el milagro, el pescado debe reposar durante seis meses o un año. La salmuera procede de las salinas Rosio, en Villarcayo (Burgos). “Gracias a la temperatura, a no menos de cinco grados y a no más de 18 grados, y a la humedad, se consigue la maduración, la extracción de su sabor”. El siguiente paso es trasladar los barriles a Santoña, donde entran en acción las sobadoras y las encargadas de filetear y de mimar la anchoa antes de que descanse en la lata. En este producto se combina, por un lado, la rapidez en el tratamiento inicial del pescado, el reposo en la fase intermedia y la delicadeza del último momento. “Esta fase es muy bonita, aquí se lava, la primera vez a 36 grados, se hace el sobado pacientemente y se vuelve a lavar en frío”, explica Natalia Bolado, responsable de la citada planta.
En Santoña aprendieron la técnica de la salazón, al lado de los maestros salatoris italianos, que llegaron a este rincón cántabro a finales del siglo XIX en busca de nuevas oportunidades en el mar. Acabaron enamorándose del boquerón del Cantábrico, y dejaron, además de este método de conservación, el fileteado del pescado, conservado en grasa y más tarde en aceite de oliva. Por todo ello, esta villa marinera se ha convertido en la meca española de la anchoa.
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