Una mañana de enero de 2024, Geoffrey Hinton, considerado uno de los padrinos de la inteligencia artificial, fue invitado a la Universidad de Chicago para dictar una conferencia de título siniestro: ¿Estamos todos condenados? En la charla se esperaba que Hinton debatiera si la inteligencia artificial podría considerarse o no una “amenaza existencial”, pero el ganador del Premio Turing de 2018 por sus investigaciones en Deep Learning no mostró ninguna duda al respecto. Meses antes había renunciado a su puesto en Google ante la deriva peligrosa que veía en los modelos generativos que se estaban desarrollando. Ante una audiencia de veinteañeros que solo conocía de oídas el siglo XX, Hinton, de 76 años, dijo con desparpajo: “Yo he planificado mi vida perfectamente. Nací cuando terminó la II Guerra Mundial. Fui joven antes de la epidemia del sida. Y justo voy a morirme antes de que todo esto estalle”. Un estudiante le preguntó qué profesiones no estarían amenazadas por el nuevo invento. Hinton disparó: “Hazte fontanero”. Otro le pidió una recomendación para protegerse de los peligros de la IA, y él insistió, provocando las carcajadas del auditorio: “Mi consejo es cumplir 76″.
Desde finales de 2023, el año en que se anunció que una inteligencia no humana podría modelar nuestras vidas, vamos de sobresalto en sobresalto. Hinton concretamente piensa que esa inteligencia podría superarnos en menos de 10 años. Aún no hemos entendido del todo cómo los algoritmos de las plataformas han acortado nuestros arcos de atención y concentración, y en alguna medida nos han “degradado intelectualmente”, según afirma Tristan Harris, fundador del Center for Humane Technology, cuando un nuevo salto tecnológico nos coloca casi en la misma tesitura de nuestros antepasados del siglo XIX, aquellos que practicaban exorcismos frente a los edificios electrificados o se santiguaban al pasar por delante de un cine.
“Estamos una vez más ante la disquisición tecnoptimistas o tecnopesimistas”, observa Lorena Fernández Álvarez, ingeniera informática y directora de Comunicación Digital de la Universidad de Deusto, quien se sitúa más hacia el lado de los pesimistas. “No soy ni mucho menos una ludita [los luditas eran trabajadores de la industria textil inglesa que en el siglo XIX destruyeron las máquinas de la incipiente Revolución Industrial], pero la tecnología no es neutral, aprovecha nuestras vulnerabilidades psicológicas y tiene ideología. Ahora estamos descubriendo que se han estado usando nuestros datos durante años para entrenar modelos de inteligencia artificial generativa. Digamos que tenemos que saber cuáles son las reglas del juego y decidir si queremos jugar o no. Dentro de un año entenderemos mejor cuál es el modelo de negocio; ahora lo que sus creadores necesitan es que haya muchas personas haciendo uso de ChatGPT para, por un lado, extraer más datos para entrenar los algoritmos, y, por otro, generar una dependencia de la herramienta”.
“En algún momento, más temprano que tarde, las autoridades tendrán que legislar para que no se puedan usar nuestros datos para entrenar modelos de inteligencia artificial”, dice Lucía Velasco, autora de ¿Te va a sustituir un algoritmo? (Turner, 2022), que trabaja en la oficina del enviado para la tecnología de Naciones Unidas, aunque también recomienda “interactuar con esos sistemas, entender cómo responden y aprender a darle instrucciones a las máquinas”.
Buena parte del temor y la desconfianza provienen de la propia industria: en agosto de 2022, más de 700 investigadores y académicos que dirigían compañías de inteligencia artificial respondieron a una encuesta sobre sus futuros riesgos, y la mitad consideró que había un 10% o más de probabilidades de una extinción de la humanidad provocada por los futuros desarrollos de la inteligencia artificial. Un artículo, firmado por el escritor Yuval Noah Harari, Tristan Harris y Aza Raskin, fundadores del Center for Humane Technology, formuló casi inmediatamente una pregunta retórica: “Si usted está a punto de abordar un avión y la mitad de los ingenieros que lo han construido reconocen que hay más de un 10% de probabilidades de que se estrelle… ¿usted cogería ese vuelo?”.
Estos temores contrastan con los que han encontrado en la tecnología un nuevo dios al que adorar. Sujetos dispuestos a jalear cuánto hype llegue de Silicon Valley, que en su día pagaron un máster de 10.000 euros sobre el metaverso —¿alguien se acuerda del metaverso?— o que gastaron fortunas en NFT. En medio quedan millones de usuarios perplejos disfrutando de los grandes beneficios de las nuevas tecnologías, e intentando sortear sus abusos, a veces difíciles de calibrar. Si concedemos que el mejor camino para todos es establecer una relación equilibrada y sana con nuestros dispositivos, con las aplicaciones que cargamos en ellos y con las cinco plataformas que dominan Internet, habría que empezar por poner la tecnología en su sitio justo: ni ángel, ni demonio. Sin embargo, no parece que sea muy fácil.
La historia reciente está llena de experimentos extremos de desconexión, unos vinculados con experiencias espirituales, y otros más pragmáticos que buscan la optimización cognitiva y la máxima productividad. Últimamente han aparecido los que presumen de no necesitar internet y declaran, con más o menos solemnidad, su muerte online.
Es la historia de Paul Jarvis, empresario, fundador de varias start-ups en Silicon Valley, algunas incluidas en la lista de Fortune 500. En 2020 decidió desaparecer. Eliminó su web y su newsletter dominical —la relevante Sunday Dispatches—, y cerró su cuenta personal de X. En un podcast dio varias razones para la espantada. Una de ellas fue esta: “No necesito que mi atención y mi ancho de banda mental sean absorbidos por las redes sociales”. Una versión menos radical de la espantada online son los ayunos de dopamina que suelen anunciarse en X: “Entro en un ayuno de dopamina, no estaré disponible por ninguna de las vías habituales durante cuatro días”. Detrás está la ilusión de reducir la avalancha de novedades y el movimiento constante de luz y color que hiperestimula nuestro cerebro.
Huir de la tecnología, al menos por unas horas, es también una de las reglas del que algunos consideran el hombre más productivo del mundo, el escritor Cal Newport, creador del método deep work (trabajo profundo) que detalla en el libro Céntrate (Península, 2022). Newport explica vía correo electrónico que la concentración es el superpoder de la nueva economía. “Cada vez hay menos individuos capaces de abstraerse de las distracciones para conseguir elevar al máximo sus capacidades cognitivas”, dice.
Newport fue la primera cobaya de su método. Se inspiró en un científico teórico, ganador de una beca del MIT que trabajaba en silencio y no contestaba e-mails de desconocidos. En un año había publicado 16 artículos académicos. Así que él se sometió a un régimen similar: actualmente no tiene redes sociales y no entra a internet por defecto, tuvo su primer smartphone tras un ultimátum de su esposa y se informa por la NPR y la edición impresa de The Washington Post que recibe en su casa. De esta abstinencia se excluye revisar el correo electrónico durante las horas de trabajo. Por las dudas: Cal Newport no es un venerable anciano, nació en 1982. En 10 años su metodología le permitió escribir cuatro libros y varios artículos académicos, terminar un doctorado y conseguir una plaza fija de profesor de Ciencias de la Computación en la Universidad de Georgetown. Todo eso sin trabajar más allá de las seis de la tarde. Su conclusión es que “tres o cuatro horas diarias de trabajo concentrado durante cinco días a la semana producen resultados muy valiosos”.
En un intento de buscar equilibrio y control en su relación con el teléfono, algunos se han comprado un reloj de cuco y otros han proscrito el smartphone del dormitorio y han vuelto al antiguo despertador. La periodista tecnológica de The New York Times Kashmir Hill hizo el experimento de vivir un mes con un antiguo teléfono de tapa, sin redes sociales ni geolocalización, solo con llamadas y mensajes de texto. Según contó en un artículo, le pareció “un poco freak volverse retro en la era de ChatGPT”, pero dada su compulsión —revisaba el teléfono más de 100 veces al día según le hacía notar el propio dispositivo— le pareció una medida correctiva oportuna.
No debe de ser la única porque el mercado de los teléfonos sin internet o con una conexión muy básica, también llamados teléfonos tontos, como el Nokia 105 DS, el SPC Harmony (diseñado para personas mayores) o el Alcatel 2053D triunfan en Amazon con precios que oscilan entre 22 y 45 euros. El dispositivo que eligió Kashmir, un Orbic Journey que cuesta poco más de 100 euros, estaba diseñado para ser usado lo menos posible, así que era perfecto para curar su adicción. Le dio mil problemas y la obligó a cambiar algunos hábitos, por ejemplo, el de preguntar a Google Maps cómo llegar a todas partes. Tampoco consiguió cargar su coche eléctrico porque no es posible hacerlo sin una aplicación descargable solo en un teléfono inteligente. En el lado de las ganancias, la periodista registró cuatro libros leídos, un puzle terminado, y largas carreras y charlas con su marido sin que ambos estuvieran ensimismados en sus respectivas burbujas de audio. A las dos semanas desapareció la urgencia que solía sentir por revisar el teléfono a primera hora de la mañana o mientras esperaba el ascensor. Siguió despertándose en mitad de la noche, pero conseguía volver a dormirse a los pocos minutos porque no tenía redes sociales que revisar. Kashmir mantuvo su teléfono de tapa durante un mes, pero tuvo que reconocer que más de ese tiempo la experiencia no hubiera sido sostenible.
Otros experimentos juegan con el tiempo y fijan unas horas a la semana para estar conectados. Doce horas en internet durante cuatro días a la semana fue el sistema de administración temporal que se impuso Nick Sharma cuando cumplió 30. Después de haber tenido varias crisis de ansiedad decidió dejar la barra libre y empezar a escrolear con un poco de cabeza. Lunes, miércoles, viernes y domingos se conectaría; martes, jueves, y sábados serían sus días offline. Esto también excluía los correos y las conexiones de trabajo. Los primeros días de desconexión se le hicieron “largos”. ¿Qué iba a hacer con tanto tiempo por delante? El mundo real le parecía gris y aburrido. En un largo artículo publicado en Medium, con gráficos y diagramas de flujo sobre su método, Sharma reconoce que “el mundo real ya no le divertía”. Lo que ocurría, según él mismo comprobó más tarde, era que su cerebro se estaba aclimatando. “Ya no respondía a estímulos naturales, como leer en papel, caminar por el monte o conversar; la hiperestimulación a la que lo había sometido durante años estaba pasando factura. Como un alcohólico con síndrome de abstinencia tuve que aguantar los primeros meses. Y lo conseguí”, cuenta. Mantuvo su régimen durante un año entero. “Con 12 horas a la semana de acceso a internet la puerta del mundo digital seguía abierta, no era precisamente un estilo de vida ludita”, apuntó en su libro. Pero pasar tres días a la semana desconectado “rejuvenecía” su mente. “Me liberaba del ruido de la mente colectiva de internet”. A inicios de 2024 cambió ligeramente de estrategia y creó el método “cuenta bancaria”, que consiste en usar esas mismas 12 horas de conexión como una cuenta de crédito, con mayor flexibilidad, pero solo hasta que se agote el saldo. Su modelo de administración del tiempo le ha permitido tener un pie en cada uno de sus mundos, el de los estímulos naturales, lentos y reales, y el de la alta tecnología, los algoritmos y la inteligencia artificial. “Tenemos que empezar a tener días offline del mismo modo que entrenamos varias veces por semana. Es el momento de poner límites a la tecnología (ahora y no más tarde) porque ya no podemos permitirnos hacer un uso inconsciente de nuestros dispositivos”, insiste Sharma, que acaba de cumplir cuatro años de restricción controlada de internet.
Los expertos entrevistados para este reportaje creen que es “difícil” mantener una relación equilibrada con estas tecnologías. “Intentar una desconexión total sería muy distópico”, reflexiona Lorena Fernández. “Nos dejaría totalmente aislados; o se hace una migración conjunta de todas las plataformas o no lo veo posible”. La investigadora de IE Business School de Madrid Laura Zimmermann ha estudiado nuestros patrones de consumo en los dispositivos digitales, y constata que a la mayoría de la gente le gustaría reducir el tiempo que pasa pegada a su teléfono. Otra cosa es que se lo tomen en serio o que pongan en marcha estrategias verdaderamente eficaces. Una de sus investigaciones demostró que el uso de aplicaciones que rastrean el tiempo de uso y mandan avisos de las horas diarias dedicadas a escrolear hacen a los usuarios más conscientes, pero no cambian su comportamiento. Digamos que están mejor informados para seguir haciendo lo mismo. En un segundo estudio, Zimmermann constató que la gente huye de las estrategias más estrictas cuyo éxito sí está demostrado. Por ejemplo, los estudios dicen que quitar los colores y usar la pantalla en la escala de los grises reduce en un 18% el tiempo que pasamos pegados al teléfono. “En mi opinión, para conseguir reducir el uso del teléfono hay que concentrarse en bajar su consumo, por ejemplo un 30% durante un periodo de dos semanas, y no intentar la abstinencia total, pues eso provocará un comportamiento compensatorio en forma de atracón la próxima vez que se use el dispositivo. Además, ese tiempo liberado habría que llenarlo con una actividad significativa y agradable para evitar una recaída”, dice la investigadora.
Equilibrar nuestra relación con el teléfono es un paso importante en la búsqueda de lo que ahora se llama bienestar digital, una relación sosegada con la tecnología en la que ella sea la herramienta y no nosotros. También sería un buen entrenamiento para campos de batalla más sofisticados y difíciles que están a la vuelta de la esquina.
El biólogo Edward O. Wilson (1925-2021) consideraba que todos los problemas del hombre moderno venían de tener tres cosas incompatibles entre sí: unas emociones del Paleolítico, unas instituciones medievales y una tecnología casi divina. Tristan Harris parafrasea al maestro de la sociobiología y dice que debemos abrazar nuestros cerebros paleolíticos (no nos queda otra), actualizar nuestras instituciones y cambiar el modo en que se construye la tecnología. El primer paso, dice, es “comprar tiempo” para aprender a dominar la inteligencia artificial antes de que ella nos domine a nosotros. Porque, y sobre esto no hay ninguna discusión, ya es muy tarde para volver a meter al genio en la lámpara.
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