La escena corresponde a Luces en la noche, un programa de variedades en la afable Televisión Española de 1970. María Trinidad Pérez de Miravete Mille aparece en el centro de la imagen, sentada en una mecedora y sin nadie a su alrededor, como si se aprestara a afrontar un interrogatorio. Y, en efecto, una adusta voz masculina le lanza desde fuera de plano una pregunta envenenada:

– ¿Tu aspecto taciturno es una pose para reforzar la tristeza de tus canciones?

Mari Trini parpadea, entre incómoda y atónita. Aquel verano acaba de cumplir 23 años, ha puesto en circulación su primer álbum, el hermoso Amores, y ya se la conoce por su aplomo y elocuencia en el habla, pero no puede trastabillarse un poco a la hora de responder:

– Yo no tengo aspecto taciturno en absoluto. Creo que eso sois más vosotros, que os habéis empeñado en hacerme una mujer triste, una huérfana, una mujer tétrica. Y os aseguro que no es verdad.

El resto de la entrevista, siempre con omniscientes voces en off de los presentadores, transcurre por derroteros similares. “Llevando tanto tiempo sin que llegue el éxito, ¿no ha tenido deseos de tirar la toalla?”. “¿Te consideras una cantante maldita?”. “¿Algunas de tus nuevas canciones son muy buenas y las anteriores eran muy malas?”. “¿Por qué no sonríes?”. El espacio le va ofreciendo a la cantautora murciana la oportunidad de interpretar hasta siete de las piezas de aquel debut, entre ellas algunas tan indiscutibles como Amores, Un hombre marchó o la libidinosa Cuando me acaricias, pero el tono antipático y hostil del cuestionario es bien elocuente. Mari Trini era una artista precoz, brillante y prolífica que acabaría encadenando 22 álbumes de estudio y giras multitudinarias por España y Latinoamérica, pero desde el primer momento invitaba también a reacciones antipáticas y recelosas. ¿Por qué?

La cantante, fotografiada en 1978.
La cantante, fotografiada en 1978. Gianni Ferrari (Getty Images)

Cuando Esther Zecco comenzó a indagar en la figura de la autora de Una estrella en mi jardín no dejaba de formularse una y otra vez esa misma pregunta. Ahora, tras casi cuatro años de trabajo, cree haber encontrado las respuestas. “Fue siempre ella y siempre libre en un país en el que no se comprendía muy bien una figura así, y menos aún en una mujer. Y pagó muy caro el precio de esa libertad”, resume esta segoviana de 39 años, trabajadora social y cantautora muy meritoria, aunque su trabajo frente al micrófono aún haya pasado inadvertido al gran público. Una circunstancia que quizá ha afianzado su complicidad emocional con la desaparecida cantautora murciana y abonó el terreno para erigirse en biógrafa sobrevenida: Mari Trini, Retrato de una mujer libre (Ediciones Efe Eme) acaba de aterrizar en las librerías como el primer gran intento de radiografiar a un personaje tan popular como incomprendido. Y orillado en la memoria colectiva desde su temprano adiós, en abril de 2009, a los 61 años. Tres lustros después de aquella pérdida, y más allá de algún tímido reconocimiento institucional, ni siquiera se ha celebrado un concierto de homenaje o editado un álbum colectivo de versiones en torno a la autora de un himno feminista tan valeroso y avanzado a su tiempo como Yo no soy esa (1971).

Pese a los más de 20 álbumes en estudio (con un periodo glorioso para Hispavox, entre 1970 y 1987) y sus incursiones puntuales en las listas de éxito, Pérez de Miravete fue consciente desde muy joven de su condición de artista a contracorriente. El público la ensalzaba, sí, pero no acababa de comprender un temperamento que siempre escapó de apriorismos y convenciones: librepensadora en el contexto de una familia muy tradicional, amiga de los pantalones en tonos oscuros durante unos años en que la mujer era un objeto decorativo también sobre los escenarios, guardiana celosa de su vida privada, sobre la que siempre mantuvo un silencio de elocuencia clamorosa. A Mari Trini se le aplaudían sus logros artísticos al tiempo que era objeto de caricaturas crueles; incluso por aspectos tan accesorios como su desfavorecedor rictus facial, fruto de un nervio dañado durante una operación de sinusitis.

La artista murciana tuvo que aprender desde muy pronto a lidiar con suspicacias y animadversiones. “Salir en vaqueros escandalizaba a todo el mundo. Que era una marimacho, decían. Ahora me gustan mucho las faldas, pero vestía de negro porque quería que se me escuchara por lo que cantaba. Reivindicaba el existencialismo, del que estaba muy empapada”, relataba en 2005 durante una esclarecedora entrevista con Pepa Fernández en RNE.

Mari Trini en Madrid, en 1967.
Mari Trini en Madrid, en 1967.Getty (Getty Images)

El libro de Esther Zecco refleja de manera diáfana como esa lucha “contra las circunstancias” fue una constante para Mari Trini ya desde su infancia, marcada por una circunstancia terrible: una grave nefritis, una inflamación renal de consecuencias a veces letales, la mantuvo recluida en la casa familiar de la madrileña calle Claudio Coello entre los seis y los 14 años. “Te vuelves melancólica, más reflexiva. Me lavaban por la mañana, me quitaban las costras… Entré en esa habitación hecha una niña y salí con sostén”, explicaba en 2004 en Antena 3, en una de las más de dos docenas de entrevistas que Zecco ha repasado y documentado para su ensayo. Pero la niña Trinidad aprovechó aquella eterna convalecencia para leer compulsivamente (le obsesionaban las figuras de Anna Frank o Frida Khalo) o recibir clases particulares de guitarra a cargo de, casualidades de la vida, Fernando Arbex, el fundador, pocos años más tarde, de Los Brincos. Y las primeras composiciones, aún párvulas, comenzaron a encontrar hueco en las libretas.

Con 15 años, aquella adolescente enfermiza que había vivido enclaustrada en el distinguido barrio de Salamanca ya desarrolló no solo sus evidentes impulsos artísticos, sino, para escándalo de sus progenitores, las ansias de abandonar el calor del hogar. Comenzó a frecuentar el Nikka’s, el club que el cineasta Nicholas Ray (Rebelde sin causa) había abierto en la esquina de la Avenida de América con la calle Cartagena, uno de esos insólitos islotes de libertad en el Madrid grisáceo del franquismo. Allí no era raro coincidir con Ava Gardner, Dizzie Gillespie o Los Pekenikes. La primera vez que el propio Ray escuchó “aquella voz grave de mujer, en realidad una tímida joven de 16 años”, se quedó tan atónito que optó por convertirse en su representante artístico y financió sus estancias en París y Londres. La relación con el cineasta se truncó en apenas dos años, pero aquellas estadías supusieron un curso de madurez acelerada para una muchacha que con 18 años ya estaba grabando dos EP de cuatro canciones cada uno, en perfecto francés, para la EMI parisina.

Valiente. Adelantada a los tiempos. Incomprendida. Así creció y vivió esta mujer a la que su ahora biógrafa ha terminado admirando por su rebeldía y sentido del humor. “Siempre se la asocia con grandes canciones de temática amorosa”, anota Zecco, “pero en todos los discos acababa deslizando cortes burlones, caricaturescos, casi bufos”. Y también reivindicativos sobre la independencia de la mujer. Asombra constatar cómo ya en 1977 se atrevió a transformar en castellano Bird On the Wire, de Leonard Cohen, para convertirla en Quiero vivir sola. O reparar, solo un año más tarde, en la osadía de Señor juez, retrato envenenado de una mujer adúltera que anhela separarse (“Sí, señor juez. Yo engañé y yo mentí / solo una vez por cada cien que él a mí”), y que además supuso el comienzo de su colaboración musical con la productora Maryní Callejo, descubridora de Los Brincos, Massiel o Fórmula V.

A Mari Trini le terminó costando caro, en vida y para la posteridad, ese empeño por ser ella misma, sin interferencias. “Siempre quiso ser discreta porque decidió hablar sobre su vida y su manera de ver el mundo a través de las canciones”, concluye Esther Zecco, que no llegó a tiempo para entrevistar a Claudette Lanza, fallecida en 2023 a los 88 años y compañera de la cantante durante casi cuatro décadas en calidad de “secretaria personal”. Zecco esboza de manera pudorosa la figura de Lanza, 13 años mayor que Mari Trini, y a la que la cantante conoció en 1970 porque dio la casualidad de que paró a tomar un café en el restaurante que Claudette regentaba junto a su marido. El flechazo fue tan instantáneo que aquella mujer emprendedora decidió dejar a su pareja y al hijo de ambos para iniciar una trayectoria vital que ya no se interrumpiría hasta aquel 7 de abril de 2009 en una habitación del Hospital Universitario Morales Meseguer.

Ni siquiera el colectivo LGTBI ha rehabilitado en estos años, de manera explícita y decidida, la figura de una artista a la que en las páginas de Retrato de una mujer libre sí dedican calurosos elogios algunas cantautoras contemporáneas, desde Miren Iza (Tulsa) a Rebeca Jiménez. Pero aún falta mucho en la tarea de rehabilitar a una autora moderna, avanzada y dueña de un inquebrantable sentido del humor, por más que el arquetipo misógino la quisiera reducir a la figura atroz de una “marimacho atormentada”.

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