A fines de mayo, el gobierno de Joe Biden anunció una serie de medidas para alentar el crecimiento del sector no estatal en Cuba y facilitar transacciones bancarias de pequeños empresarios y cooperativas familiares en Estados Unidos. Las medidas siguieron a las últimas negociaciones migratorias entre ambos países y a un pronunciamiento del Departamento de Estado, que reconocía que Cuba estaba colaborando con Washington en combate al terrorismo. A esos gestos de distensión, la cancillería cubana respondió, como es habitual, diciendo que estaban equivocados.

La más reciente sesión del Consejo de Ministros de Cuba, en la que se anunció una “economía de guerra” en la isla, suma mensajes disonantes a esa coyuntura de flexibilización y confirma que las causas internas del estallido social de hace tres años se mantienen. Por causas internas habría que entender todo aquello que, de acuerdo con el presidente, Miguel Díaz-Canel, y el primer ministro, Manuel Marrero Cruz, responde a decisiones propias que no logran una “estabilización macroeconómica”.

En los últimos tres años, el gabinete cubano fracasó en la implementación de la llamada Tarea Ordenamiento, que intentó unificar las monedas, reforzar la empresa estatal frente al sector privado y equilibrar precios y salarios. A principios de este año, el ministro de Economía y Planificación, Alejandro Gil Fernández, encargado de la ejecución de esa estrategia, diseñada por el Gobierno y el partido comunista único, fue destituido, sin que sus máximos responsables emitieran un leve ademán de autocrítica.

La deficiente gestión del ministro Gil fue atribuida a corruptelas y, por la nota que Granma dedicó al anuncio de la economía de guerra, las contradicciones de aquella política persisten y se amplifican dentro del Gobierno. Una primera evidencia de esto último es la errática asociación del aumento de precios con “un asunto totalmente especulativo” y no con las precarias dinámicas de oferta y demanda generadas por un proyecto que se siente amenazado por el sector no estatal.

Con un lenguaje que revela el deseo de dirigir ideológicamente la economía, los gobernantes cubanos llaman al Partido Comunista a combatir las “distorsiones y tendencias negativas” que los mecanismos del mercado producen en la planificación nacional. La misión sería lograr un mayor control del presupuesto estatal con el fin de evitar que se convierta en un medio de pago o subsidio del sector privado cuando, en una economía como la cubana, cualquier fuente alternativa de ingresos tiende a subsidiar al Estado.

Algunos de los más reconocidos economistas cubanos, socialistas o liberales, de las propias instituciones académicas de la isla o de la diáspora, llevan décadas cuestionando el sistema de prioridades de la inversión pública en Cuba, favorable al turismo y descuidada con otras áreas de crecimiento de la producción agropecuaria o industrial o del desarrollo científico y tecnológico. Ahora, en medio de la agudización de la crisis, se reitera la opción extractivista y se anuncian nuevos recortes.

La economía de guerra es, en realidad, una guerra a la economía en Cuba, al despegue del sector no estatal y a la vertebración de una sociedad civil autónoma. Todo lo aconsejable desde las ciencias sociales o la racionalidad económica, para aplicar en condiciones del embargo comercial o sanciones de Estados Unidos, reforzadas en la administración de Donald Trump y no flexibilizadas lo suficiente en la de Joe Biden, es descartado por el grupo gobernante en Cuba.

A todo esto se agrega la persistencia en la criminalización de las protestas, siguiendo la fórmula aplicada en 2021. De acuerdo con un estudio de la socióloga de Flacso México, Velia Cecilia Bobes, las protestas o episodios contenciosos, que eran alrededor de veinte por año antes del estallido de julio de 2021, se han duplicado desde entonces a más de cuarenta. Entre 2022 y 2023, esa dinámica contenciosa llegó a un pico de 174 eventos de protesta.

En todos los casos, personas identificadas en esas manifestaciones, mayoritariamente pacíficas, han sido detenidas, procesadas y sentenciadas, a veces, a más de una década en la cárcel. La criminalización, como observa Bobes, no sólo ha sido legal o punitiva, sino discursiva y mediática, desde los órganos de prensa del Estado, donde las protestas se presentan como actos vandálicos cometidos por delincuentes, que formarían parte de un “golpe blando” impulsado por Estados Unidos.

Además de en las protestas, el descontento social se ha expresado en una progresiva disminución de la base electoral y de un incremento de la emigración. En las últimas elecciones locales y legislativas de 2022 y 2023, la abstención, el voto en blanco y anulado y el voto selectivo alcanzaron cifras récords desde la creación del sistema político en 1976. La emigración cubana, por su parte, acumuló más de medio millón de personas en Estados Unidos, tan sólo en esos dos años.

Es probable que el anuncio de la nueva economía de guerra responda a alguna lectura del desfavorable contexto internacional. En efecto, el escenario cada vez más despejado para un regreso de Donald Trump a la Casa Blanca y el ascenso de la derecha en Europa no son promisorios para el gobierno cubano. Pero tampoco lo es la concentración de Rusia en su guerra contra Ucrania, aunque La Habana haga lo imposible por mostrar apoyo.

No sería la primera vez que la reacción del Gobierno y el partido cubanos a ciertas coyunturas internacionales propicia un mayor endurecimiento interno. Después de tantas décadas de juego pendular, se impone la pregunta de por qué no se intenta otra lógica, que haga de la reforma una verdadera política de Estado y no una señal que se apaga y se enciende conforme soplan los vientos en la relación bilateral con Estados Unidos.

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