La retrospectiva dedicada a Jeff Wall en La Virreina se abre con una trampa. En la imagen, está ubicada junto a un arroyo y al pie de unos árboles. Observo que, por su tamaño y forma, este artefacto, que aquí se ha camuflado con el paisaje, es muy similar a una cámara oscura. De hecho, su presencia en la naturaleza evoca ese momento de alerta y expectación que se da en las cacerías, pero también en la práctica documental, según una visión de la fotografía con la que el artista canadiense nunca estuvo muy de acuerdo.
En la obra de Wall no hay instante decisivo. Ni nada es como parece. En una segunda imagen titulada Forest (2001), se ve a dos cuerpos caminar entre los árboles, mientras se alejan de una cacerola humeante y otros elementos que sugieren una acampada improvisada. En este caso, la fotografía apunta hacia un tema que se resiste a ser contemplado, ya que sus personajes evacúan la escena, dejándonos literalmente con sus desechos. El título no desvela mucho, pero su composición es impecable y esto lo hace aún más extraño. ¿Lo que vemos es realidad o artificio?
Asombra que Wall sea capaz de suscitar las mismas preguntas que nos hicimos hace más de dos décadas con A Man With a Rifle (2000) o Morning Cleaning (1999), por citar dos de sus obras maestras. Ambas figuran entre las 35 que ahora se exhiben en Barcelona como parte de un repertorio que combina su faceta de creador de escenas fílmicas, con otras más alegóricas y casi documentales, todas construidas desde el detalle. Puede que su guiño a Kafka, Odradek, sea lo único que no me convence: lo veo como un capricho demasiado literal para alguien que pensó a fondo en los límites de la representación.
En la muestra no hay imagen que no produzca asombro o extrañeza, frente a la misión de aportar evidencias o dar visibilidad
A lo largo de su trayectoria, Wall solo ha producido unas 200 imágenes. La mayoría son de gran tamaño y pesan bastante, lo que dificulta su transporte y encarece el montaje. Esto rompe con la noción habitual de la fotografía, que se consolidó como un medio fácilmente reproducible y hecho para circular en revistas y libros. No en vano, sus primeras fotos se pensaron para una publicación: eran en blanco y negro e iban asociadas a un texto, como la mayoría en el arte conceptual, del que se aburrió enseguida. Pudiendo ir a Nueva York, entonces en plena efervescencia, a Wall le pareció más natural continuar sus estudios en Londres, donde se empapó de los grandes maestros. De vuelta a Canadá, retomó la fotografía —llevaba seis años sin tocar una cámara—, pero se centró en la composición tal y como se practicaba en la pintura histórica, aunque adaptándola a los nuevos medios. Así nacieron sus tableaux fotográficos, que son imágenes de gran formato, montadas sobre una caja de luz como las que se usan en los paneles publicitarios. Además, sustituyó al modelo por el juego de actores a los que hizo adoptar una gestualidad pictórica como se ve en Adrian Walker (1992) o Insomnia (1994), entre otros ejemplos.
Es sabido que Baudelaire proclamó la llegada de una nueva sensibilidad, capaz de capturar la belleza del hombre corriente en su continuo tránsito por las ciudades y el espectáculo que inauguraban, salvo que aquí no hay ni rastro del bulevar parisiense. Wall cambió aquel escenario tan cosmopolita por las calles semidesiertas y mal pavimentadas de la vida suburbana, con sus postes de electricidad y verjas metálicas, persianas y residuos que acaban entre arbustos o algún descampado.
Su foto más antigua corresponde al interior de un coche. Dudo que ningún otro paisaje se haya fotografiado tanto como el suburbio americano y, sin embargo, en sus manos, es demasiado ambiguo para resultar icónico. Me lo confirman Steves Farm, Stevenson (1980), Rear View, Open-air Theatre (2006) y ese amanecer donde la luz del día se confunde con la eléctrica y una misteriosa roca hace que nos preguntemos por qué está ahí, cuál es su historia. En la muestra no hay pieza que no produzca asombro o extrañeza, lo que entra en contradicción con otro aspecto muy importante de la fotografía documental, que es aportar evidencias o dar visibilidad a los hechos. Si, a nuestros ojos, sus imágenes resultan enigmáticas es porque son una construcción, aunque se hicieron de manera en que no fuera evidente. Además, quien figura en ellas nunca es consciente de que está siendo representado, pero está tan absorbido en lo que hace que parece estar en otro mundo.
Dice Jeff Wall que Cuentos posibles no es una exposición suya, sino un reflejo de sí mismo en el espejo del comisario Jean-François Chevrier, gran especialista en su obra. Ambos se conocen desde hace tiempo, quizás por eso no he percibido ningún giro interpretativo que me saque al artista de donde ya estaba. Me quedo con la intriga de saber qué impacto ha tenido en las generaciones posteriores y cómo han absorbido su legado, sabiendo que fue de los primeros en usar la tecnología digital. A cambio, nos beneficiamos de un montaje elegante, sutil y poco invasivo, sin apenas texto, de alguien que conoce a fondo su lenguaje y seguramente ha contribuido a asentarlo y hasta se permite jugar con sus detalles a la hora de mostrarlo.
En este sentido, diría que se ha sacado mucho partido a la arquitectura del centro que acoge la muestra: frente a la crudeza del cubo blanco, La Virreina obliga a un recorrido por estancias, lo que permite secuenciar el material, dosificarlo y jugar con los ritmos, anticipar temas, generar contrastes y resonancias, ya sean formales o temáticas. Por último, una obra también está hecha de los sitios por los que transita. Para un fotógrafo tan cotizado como Wall, es una sorpresa ver una retrospectiva de este tipo, en el contexto de un centro que no hace concesiones y que, además, es gratuito. Eso nos permite detenernos en sus imágenes e incluso volver a ellas, y las acerca indistintamente a casi cualquiera: del estudiante de la escuela de arte vecina al turista que entró por casualidad.
‘Jeff Wall. Cuentos posibles’. La Virreina. Barcelona. Hasta el 13 de octubre.
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