Merece mucho la pena perder un rato estudiando los mapas electorales del domingo en Francia: la izquierda ha ganado en París y su Pequeña Corona (los distritos colindantes), pero Reagrupamiento Nacional reina en la Gran Corona, esto es, la periferia urbana y periurbana. Los ultras dominan también las ciudades mediterráneas (Marsella, Montpellier y Niza), mientras la izquierda destaca en Lyon, Toulouse, Estrasburgo y Burdeos, esto es, las ciudades prósperas de bicicleta y café latte para llevar. Las antiguas regiones industriales del norte, el centro rural y la costa sur se han entregado a un partido que merece llamarse Resentimiento Nacional.

El resentimiento es una fuerza tan poderosa que se impone a las razones y a los datos. El lepenismo lleva 30 años dirigiendo el odio hacia las élites políticas, sociales y culturales del país, que el domingo se vieron atrincheradas en sus restaurantes cuquis, que la mayoría de los vecinos de la Francia resentida no puede pagar.

Contra la parodia que muchas veces las retrata, esas élites no viven en la inopia. Quien siga un poco los debates franceses sabe que no se habla de otra cosa en el periodismo, en la literatura, en el cine y en el pensamiento. A nadie le ha cogido por sorpresa una tragedia que lleva anunciándose décadas sin que ninguna lumbrera acierte a prevenirla. Es lo propio de las tragedias: sus protagonistas conocen el destino desde el principio, pero no pueden evitarlo. Las brujas le cuentan a Macbeth en el primer acto todo lo que le va a pasar en los siguientes, y ese conocimiento no le salva.

Es fácil ver lo que se ha hecho mal. Lo difícil era hacerlo bien. El fracaso de la política y de un sistema de élites percibidas como soberbias e insensibles a los dramas cotidianos del tantas veces invocado pueblo francés es palmario. Han fracasado, entre otras muchas cosas, en desmentir la propaganda del Resentimiento Nacional, a la que han dado la razón demasiadas veces, olvidando subrayar que la Francia europeísta, laica y republicana es, con todos sus males y defectos, el mejor de los mundos posibles, y que cualquier paraíso soñado es un infierno en potencia. Han fracasado en convencer a los resentidos de que podían vivir mejor en una república abierta y compleja. Perdieron la batalla hace tiempo. La pregunta es si alguna vez tuvieron opción de ganarla. A lo mejor, lo único que podían hacer era sentarse en la terraza de un café, encender un Gaulois y esperar con dignidad coqueta que el incendio les prenda. Como hacen los héroes de las tragedias.

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