Las comunidades energéticas son ya un clamor entre una parte de la ciudadanía, y cada vez más un motivo de consenso entre partidos de diferentes colores. Pero conviene desgranar qué propósito público cumplen, y los diferentes caminos que se están poniendo en marcha. A pesar de la ausencia de visión pública para las comunidades energéticas en algunos lugares, se abren caminos que orientan estas iniciativas a fortalecer el pequeño comercio, enriquecer la sociabilidad en los barrios o reducir la pobreza energética, entre otros.
Desde Europa, se reitera la necesidad de “empoderar a la ciudadanía”, a través de comunidades energéticas donde puedan aprender sobre energía y cambio climático, tener control sobre su producción y consumo, y ser un interlocutor más en el sistema energético. Sin embargo, necesitamos una reflexión profunda sobre cómo empoderar al estado, que es importante para una ciudadanía cada vez más atomizada, en cierta medida confundida con los discursos tecnocráticos del cambio climático, y que además tiene una capacidad limitada de inversión en la infraestructura de producción energética.
Repensar el papel de lo público es crucial para que la transición energética sea justa y ecológica, que incluya proyectos capaces de aglutinar una participación amplia, y de dar respuesta a necesidades de una población diversa y compleja. De lo contrario, la falta de visión estratégica desde las instituciones públicas llevará a reproducir la lógica y relaciones del oligopolio energético, con alguna comunidad energética anecdótica.
Las políticas públicas de la energía son hoy un campo poco delimitado y en tensión. Los gobiernos locales aún tienen margen de intervención para garantizar un servicio esencial de forma universal, asequible y ambientalmente sostenible, contribuyendo con ello a renovar el pacto social y el Estado de Bienestar. Las comunidades energéticas plantean la incorporación de nuevos actores en el sistema energético, formulando preguntas sobre el abastecimiento de energía renovable, y los cambios socioculturales, políticos y económicos en los que actúan.
En este sentido surgió CERES (Comunidades Energéticas ante el Reto Ecológico y Social) en 2020, una comunidad de aprendizaje entre autoridades locales y regionales, que se reunían para compartir dudas y miedos, ideas y aprendizajes, e incluso los resultados incipientes de algún proyecto piloto de comunidad energética. Hoy, es la única Oficina de Transición Comunitaria (OTC) a nivel estatal, financiada por el Instituto para la Diversificación y Ahorro de la Energía (IDAE), que acompaña a municipios e iniciativas público-comunitarias en la puesta en marcha de comunidades energéticas en toda su diversidad.
CERES ha acompañado ya a diferentes modelos de comunidades energéticas. Una de las diferencias más notorias en estos pilotos tiene que ver con los grupos que se busca implicar. Las comunidades energéticas se pueden plantear con diferentes actores locales como hogares, autoridades públicas, asociaciones, pequeños comercios, empresas privadas e incluso polígonos industriales. Las políticas de comunidades energéticas más relevantes entroncan con un diagnóstico sobre los problemas locales, como el declive del pequeño comercio o el tejido industrial o los fallos del bono social para hogares en situación de vulnerabilidad energética.
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Además, emergen diferentes grados de implicación municipal. Las políticas de mayor envergadura proponen que el Ayuntamiento sea parte de la comunidad energética (como un socio más), poniendo a disposición recursos económicos y equipos técnicos, y además despliegan políticas complementarias de pobreza energética, servicios sociales, fiscalidad o educación. Este es el caso de Energía del Prat en Cataluña, donde el Ayuntamiento ha creado una empresa pública y cedido participaciones a una asociación de consumidores y otra de empresas del municipio.
Procesos participativos
En otras iniciativas, el papel de lo público se reduce a ceder el uso de una cubierta municipal o de una planta fotovoltaica de propiedad municipal. Este es el caso de ManzaEnergía, donde además fue fundamental el proceso participativo liderado por el Ayuntamiento, con vecinas y vecinos y la comunidad educativa en torno al colegio público del pueblo.
También es necesaria la innovación social y cultural. La pregunta que sobrevuela en los primeros pilotos de comunidades energéticas tiene que ver con cómo hacer para que no sean solo hombres adultos con alto nivel educativo los que lideren estos proyectos. Que nuevos grupos tengan poder en el sistema energético implica un cambio hondo, en la forma en la que hablamos de energía, por ejemplo. Necesitamos nuevos códigos, relatos, conceptos, más allá de la dimensión técnica de la energía, para poder implicar a las áreas de Servicios Sociales, Igualdad, Educación, Economía o Juventud de Ayuntamientos, y también a grupos de diferente clase social.
Por eso, son especialmente interesantes los casos en los que se plantea primero un proceso de innovación pública para facilitar el aprendizaje de la propia administración, que pueda ser capaz de entender los retos y plantear soluciones. La colaboración entre departamentos, la visión política, y disponer de tiempo para pensar y construir un propósito público es fundamental para que las comunidades energéticas sean una herramienta estratégica, y no anecdótica, para abordar algunos problemas de la crisis energética y social que vivimos.
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